7 nov 2025

El Capricho de Rajmáninov

El lago de Lucerna dormía bajo una bruma suave, como si el otoño quisiera envolverlo en un suspiro. En la villa Senar, construida con amor por él y para él, Serguéi Rajmáninov se sentaba frente al piano, los dedos suspendidos sobre las teclas como aves a punto de emprender vuelo. Afuera, el mundo se desmoronaba lentamente: Europa se agitaba entre sombras políticas, y Rusia, su Rusia, seguía siendo un recuerdo lejano, doloroso, irreconocible.
Pero en ese rincón suizo, el compositor encontraba un refugio. No de la historia, sino de sí mismo.
Había pasado años recorriendo escenarios, interpretando sus propias obras con una precisión casi mecánica. Ya no era el joven romántico que escribía sin miedo. Ahora, cada nota que escribía era una batalla contra el tiempo, contra la nostalgia, contra el silencio.
Y entonces, Paganini...
El tema del Capricho n.º 24, ese motivo endiablado que tantos habían intentado domar, llegó a él como un desafío y una oportunidad. ¿Podía aún transformar la técnica en emoción? ¿Podía convertir la muerte en belleza?
Así nació la Rapsodia. No como una improvisación, sino como una arquitectura precisa de 24 variaciones. En la séptima, el Dies Irae se coló como un susurro fúnebre, recordándole que la muerte siempre había estado presente en su música. Pero fue en la variación 18 donde algo cambió. El tema se invirtió, se volvió dulce, casi celestial. Era como si, por un instante, Rajmáninov hubiera encontrado la paz.
El día del estreno, 7 de noviembre de 1934, en Baltimore, el público no sabía que estaba presenciando una confesión. Rajmáninov, al piano, no era solo el virtuoso. Era el hombre que había perdido su patria, que había sobrevivido al cambio de siglo, que había visto cómo su estilo era llamado anticuado. Y sin embargo, allí estaba, haciendo llorar a los violines, haciendo cantar al piano, haciendo que Paganini renaciera en su propia voz.

"Rapsodia sobre un tema de Paganini, Op 43"
Earl Wild, piano.
Royal Philharmonic Orchestra.
Jascha Horenstein, director.

Temor y Esperanza

Leipzig, 7 de noviembre de 1723, 24º domingo después de la Trinidad. En la iglesia de Santo Tomás el nuevo Thomaskantor, Johann Sebastian Bach, se prepara para dar a conocer una obra que no es solo música, se trata de un drama espiritual.
En el coro, los cantores afinan sus voces mientras los instrumentos se acomodan: oboe d’amore, cuerdas, continuo. Sobre los atriles, las notas de la cantata “O Ewigkeit, du Donnerwort” (¡Oh eternidad, tonante palabra!) parecen relampaguear como presagio. El texto, tomado del himno de Johann Rist, habla de eternidad y juicio, de la lucha entre el Temor y la Esperanza. Bach lo convierte en diálogo vivo: el alto encarna el miedo ante la muerte, el tenor la confianza en la salvación. Cada compás es un pulso entre sombra y luz.
El primer movimiento comienza: O Ewigkeit, du Donnerwort. Las voces se entrelazan como dos almas en combate, mientras la orquesta sostiene la tensión con acordes graves. El segundo movimiento, un recitativo, deja oír la voz del Temor: “Mi lecho final me aterra”. Luego, la aria del alto se despliega con angustia contenida, hasta que la Esperanza responde: Es ist genug —“Es suficiente”—, frase que se eleva como un suspiro de paz. El coral final, con su audaz inicio en tres semitonos ascendentes, cierra la obra con una calma que parece venir del cielo.
En los bancos, los fieles escuchan con recogimiento. No es solo música: es teología hecha sonido, un espejo del alma humana frente al misterio de la eternidad. Bach, en su primer año en Leipzig, no busca agradar: busca conmover, sacudir, llevar a cada oyente a la frontera entre el miedo y la gracia. Cuando la última nota se extingue, la iglesia queda suspendida en silencio, como si el tiempo mismo se hubiera detenido.

Cantata BWV. 60 "O Ewigkeit, du Donnerwort"
Amsterdam Baroque Orchestra & Choir.
Ton Koopman, director.

6 nov 2025

Un Puente entre Rusia y Occidente

Moscú, invierno de 1874. Las calles están cubiertas de nieve, y en los salones aristocráticos resuenan valses y mazurcas. Rusia vive una época de cambios: reformas sociales, tensiones políticas y un debate cultural que divide a los músicos entre quienes defienden el folclore nacional y quienes miran hacia Europa. En medio de esta encrucijada, Piotr Ilich Chaikovski, un hombre sensible y atormentado, se sienta frente a su piano con una idea que lo desborda: escribir un concierto que se convierta en un puente entre esos dos mundos, en un principio tan dispares.
Las primeras notas que surgen no son tímidas. Son acordes colosales, como si el piano quisiera desafiar a la orquesta y al destino. Sobre ellos, una melodía majestuosa se eleva en los metales, solemne, casi imperial. Es el comienzo que anuncia algo eterno… y, sin embargo, nunca más volverrán a aparecer en la obra. Chaikovski rompe las reglas, pero lo hace con una convicción feroz.
Cuando terminó la partitura, buscó la aprobación de Nikolái Rubinstein, el pianista más influyente de Rusia. Esperaba elogios, quizá un gesto de complicidad. Pero recibió un golpe brutal: “¡Imposible de tocar! ¡Mal escrito! ¡Una obra fallida!”. Cada palabra fue un cuchillo. Chaikovski, herido en lo más profundo, se levantó con dignidad y respondió: “No cambiaré una sola nota”. Y cumplió su promesa.
El estreno no fue en Moscú, sino en Boston el 25 de octubre en 1875. Bajo la dirección de Benjamin Johnson Lang, Hans von Bülow, un pianista alemán, lo defendió con pasión ante un público que quedó deslumbrado. Así, el concierto cruzó el océano y se convirtió en embajador de la música rusa en Occidente. Desde entonces, su fama no dejó de crecer.
El Concierto para piano n.º 1 se transformó en un símbolo del virtuosismo romántico. Sus pasajes exigen fuerza titánica, resistencia y una sensibilidad capaz de pasar del fuego al susurro. Pianistas legendarios lo han convertido en rito de iniciación: Horowitz, Argerich, y Van Cliburn, quien en plena Guerra Fría ganó el Concurso Chaikovski en Moscú tocando esta obra, arrancando lágrimas y aplausos en un país enemigo. Aquella interpretación fue más que música: fue un gesto de paz.
Hoy, cuando suenan esos acordes iniciales, no escuchamos solo un concierto. Escuchamos la voz de un hombre que se negó a doblegarse, que defendió su visión contra todo pronóstico, y que creó una obra destinada a la eternidad. Una obra que sigue rugiendo, como el invierno ruso, como el corazón indomable de Chaikovski.

"Concierto para Piano nº 1 en Si Bemol menor, Op. 23"
Van Cliburn, piano.
RCA Symphony Orchestra.
Kiril Kondrashin, director.

Pequeña guía:
Primer movimiento:
Introducción (Allegro non troppo e molto maestoso):
Escucha los acordes poderosos del piano y la melodía en los metales. Es grandiosa, pero no volverá a aparecer.
Tip: Fíjate en cómo el piano no “acompaña” sino que dialoga con la orquesta desde el inicio.
Sección principal (Allegro con spirito):
Aquí surge el verdadero tema del movimiento, con carácter enérgico y rítmico.
Atención: Hay pasajes líricos que contrastan con momentos de gran virtuosismo.
Segundo movimiento:
Andantino semplice:
Un momento de calma y lirismo. El piano canta con delicadeza, casi como una canción popular.
Sección central (Prestissimo):
De repente, aparece un episodio juguetón, ligero y rápido, que rompe la serenidad.
Escucha: Cómo vuelve la calma al final, cerrando con ternura.
Tercer movimiento:
Allegro con fuoco:
Aquí todo es energía y pasión. El ritmo es casi danza rusa, con giros folclóricos.
Observa: El diálogo entre piano y orquesta se vuelve frenético, hasta llegar a una coda triunfal.