27 oct 2025

Envuelto en niebla

Malvern Hills, octubre de 1919. Las hojas caen con una lentitud solemne, como si el tiempo mismo se hubiera rendido a la melancolía. Edward Elgar, ya con 62 años, camina por los senderos de su infancia, los mismos que lo habían inspirado décadas atrás. Pero el mundo ha cambiado. La guerra había terminado, sí, pero no la tristeza. Europa está rota, y él también.
En su estudio, una pequeña habitación en su casa de campo en Sussex, el manuscrito del Concierto para violonchelo descansa sobre el piano. Elgar lo mira como si fuera un espejo. No es una obra para impresionar, ni para celebrar. Se trata de una despedida.
“No es música para el mundo que viene,” pensó. “Es para el que se ha ido.”
La guerra, le había arrebatado a muchos de sus amigos, entre ellos el joven compositor George Butterworth, muerto en el Somme. Elgar, que había sido nombrado Caballero del Imperio Británico en 1911 y celebrado como el compositor nacional, ahora se sentía ajeno a todo.
El Londres de 1919 huele a carbón y a reconstrucción. El día 27 de octubre de ese año, en la Queen’s Hall, tiene lugar el estreno de su concierto para violonchelo en mi menor. El público se acomoda con cierta expectación. El programa es largo, y el director Albert Coates ha ensayado extensamente sus propias piezas, dejando apenas tiempo para el concierto de Elgar.
El compositor, vestido con sobriedad, sube al podio con el rostro serio. El joven violonchelista Felix Salmond se prepara. El silencio es absoluto. Y entonces, el violonchelo habla. Una frase grave, casi una súplica. Elgar dirige con manos temblorosas, no por nervios, sino por emoción. Cada nota es un recuerdo: su esposa Alice, enferma; su juventud en Worcester; los días de gloria con las marchas de Pomp and Circumstance. Todo estaba ahí, pero envuelto en niebla.

Concierto para Violonchelo en mi menor, Op. 85
Jacqueline du Pré, violonchelo.
London Symphony Orchestra.
Sir John Barbirolli, director.

El concierto consta de cuatro movimientos, que se interpretan sin interrupción:
Adagio – Moderato
Comienza con un poderoso y solemne solo de violonchelo. Es introspectivo, casi como un lamento. Elgar establece aquí el tono emocional de toda la obra.

Lento – Allegro molto
Un contraste entre la melancolía y la energía. El violonchelo se mueve entre frases líricas y pasajes virtuosos. Hay una sensación de lucha interna.

Adagio
El corazón de la obra. Este movimiento es profundamente triste, íntimo, como una meditación sobre la pérdida. Muchos lo consideran uno de los momentos más conmovedores del repertorio para violonchelo.

Allegro – Moderato – Allegro, ma non troppo
El final retoma temas anteriores, con un carácter más decidido, pero sin perder la melancolía. Termina con una recapitulación del primer movimiento, cerrando el círculo emocional.

El público no entendió entonces la grandeza de la obra. La crítica fue tibia. Pero Elgar no se molestó. Sabía que había escrito algo que no era para ese momento, sino para el futuro.
Décadas más tarde, una joven llamada Jacqueline du Pré tomaría ese concierto y lo convertiría en un himno universal de la emoción humana. Pero en 1919, era solo Elgar, su violonchelo, y un mundo que se desvanecía.
“La música no cambia el mundo,” pensó Elgar, “pero puede recordarlo.”

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