Al principio no había nada. Un vacío total y absoluto. No existía nada: ni espacio, ni tiempo, ni materia organizada. Y a partir de un trémolo de cuerdas, Anton Bruckner dijo: hágase la Cuarta Sinfonía, y de lo estático, de lo inmutable, emergió la fuerza creadora…
La Sinfonía n° 4 en Mi bemol mayor, dedicada al Príncipe Konstantin de Hohenlohe-Schillingsfürst, fue escrita por Bruckner en 1874 y estrenada en ese mismo año bajo la batuta de Hans Richter en Viena. Revisada en varias ocasiones, la versión que hoy nos ocupa es la Edición de 1888.
Hablar de Bruckner, es hablar de Beethoven y de Wagner. Al igual que el sordo genial, el maestro austriaco, trató durante toda su vida de expresar su espiritualidad sin la cual no era nadie. Él mismo escribe al respecto: “Quieren que escriba de otro modo, pero no debo hacerlo, ya que Dios me ha dado un talento y a Él tendré que rendirle cuentas alguna vez”. Por lo que se refiere a Wagner, desde que Bruckner asistiera en Munich a la representación de su Tristán en 1864, quedó marcada su evolución. A partir de entonces, intentó combinar el legado de Beethoven con algunos de los métodos orquestales desarrollados por Wagner en sus dramas musicales.
Sinfonía nº 4 en Mi bemol mayor
1.- Bewegt, nicht zu schnell. 2.- Andante, quasi allegretto.
3.- Scherzo- Bewegt - Trio- Nicht zu schnell.
4.- Finale- Bewegt, doch nicht zu schnell.
London Symphony Orchestra.
István Kertész, director.
Con el sobrenombre de “Romántica”, en esta sinfonía podríamos decir que Bruckner encuentra, de manera plena, su estilo más maduro. Esta “Sinfonía del bosque”, que pasa por ser un canto apasionado a la naturaleza, fue pensada, en un primer momento, para ser acompañada por un programa explicativo según el cual el Allegro inicial, evocaría una villa medieval al amanecer, con sus caballeros y su bosque. El Andante con el que continúa, melancólico y de una sencillez de medios encomiable, serviría “para describir un amor”, decía el inicial programa; de lentitud majestuosa y hermoso cantabile, está concebido como una marcha fúnebre, marcha desprovista de cualquier dramatismo y sí provista de una serena melancolía, ya que para Bruckner, la muerte, no significa el final de todo... El Scherzo siguiente, “una jornada de caza”, está dotado de cierta ligereza; podemos escuchar algunos ecos de la música austriaca, llenos de agiles juegos tímbricos. En el Finale, único movimiento en el que Bruckner no incluyó programa alguno, la música, de nuevo surge del silencio. Con un espíritu agitado y tormentoso, lleno de contrastes de sonoridad, el movimiento y la sinfonía, culminan con un gran canto de agradecimiento al Creador.
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